Es un caluroso atardecer veraniego y el sol se pone en el horizonte. El astro rey se hunde en el mar hasta quedar sumergido, es hermoso el espectáculo que nos ofrece la naturaleza. Sobre la arena caliente, nuestros cuerpos semidesnudos calientan las pieles. Este verano estrenamos la casa rodante, cristalizamos así nuestra anhelada fantasía: amarnos en una solitaria playa bajo la luz de la luna, escuchando únicamente el bramido de las olas que golpean contra la orilla. No sé el porqué, pero algo me hace presagiar que la noche será muy especial.
Acostados en la arena lo observo mientras duerme y mis pupilas con cierta morbidez recorren todo su cuerpo. Me aproximo a él y esparzo el aceite bronceador que tiene en el pecho. Las palmas y yemas de los dedos, se tornan muy sensibles al mínimo contacto con su piel, siendo imposible que reprima mis deseos de acariciarlo y sin recato alguno deslizo mi mano por debajo del pequeño bañador que lo cubre, no la detengo hasta tocar su trémula masculinidad.
En complicidad con la soledad de la playa lo someto entre mis manos y mi boca lo devora en su guarida buscando despertar su ímpetu viril que tiene cuando hacemos el amor, impetuosidad que en ocasiones me resulta agreste, pero que provoca en mí un desbordante placer. De súbito mi hombre se despierta exaltado y me sorprende en seductora actitud. Percibo en su mirada que el deseo lo embarga y nuestros cuerpos son mojados con el néctar de la lujuria.
Sus manos varoniles me toman por la cintura y me estrechan con brusquedad contra su pecho. Al quedar tan juntos, nuestra respiración se torna agitada y los latidos se aceleran. Las bocas sedientas de pasión se buscan con desesperación, los labios se unen, las lenguas danzan en sus cavernas. Preámbulo enloquecedor que se asemeja a un interminable orgasmo, caricias por doquier nos mantienen en constante excitación.
En el remolino de la noche, perdemos la noción del tiempo. Seguimos en la tibia arena y las pieles en constante roce nos convierten en dos volcanes a punto de erupción. Me levanta en sus brazos y lleva al interior de la casa rodante. Los instintos de la carne quedan libres y los cuerpos esclavos del deseo, se amarán sin limitación alguna. Tendidos en la cama nos alumbra la luz de la luna a través de la claraboya y da un toque romántico a nuestra especial velada.
Sus manos me acarician y erizan mi piel, su boca mordisquea mis orejas, me besa por el cuello, los hombros, los senos, se prende de mis pezones que succiona y muerde con delicadeza. Su lengua prosigue delineando mi cuerpo palmo a palmo: besa mi ombligo, mis muslos, mis pantorrillas y se detiene luego de besar mis pies. Me mira fijamente y sonríe, está a la espera de súplicas que piden que continúe hasta mi enervado clítoris, que reclama ansioso su cuota de lascivia.
El éxtasis nos atrapa entre sus redes. Haciendo gala de su hombría se posesiona de mi cuerpo, penetra la vagina y cabalga como potro indomable. Me roba con descaro aquel instante de hembra dominada por su macho a quien no le niega nada, pidiéndome al fin que lo deje penetrar por detrás. Al acceder gustosa me coloca de cuclillas, acaricia mi espalda con furor, la besa toda y desciende sus labios muy pausadamente hasta mis nalgas, separándolas con delicadeza para ensalivar mi ano con su lengua y penetra poco a poco. Siento dolor, siento placer, escucho nuestros gemidos, siento el orgasmo, gozo su orgasmo, siento, siento...
No sabía el porqué, pero algo me hacía presagiar que la noche sería muy especial.
Acostados en la arena lo observo mientras duerme y mis pupilas con cierta morbidez recorren todo su cuerpo. Me aproximo a él y esparzo el aceite bronceador que tiene en el pecho. Las palmas y yemas de los dedos, se tornan muy sensibles al mínimo contacto con su piel, siendo imposible que reprima mis deseos de acariciarlo y sin recato alguno deslizo mi mano por debajo del pequeño bañador que lo cubre, no la detengo hasta tocar su trémula masculinidad.
En complicidad con la soledad de la playa lo someto entre mis manos y mi boca lo devora en su guarida buscando despertar su ímpetu viril que tiene cuando hacemos el amor, impetuosidad que en ocasiones me resulta agreste, pero que provoca en mí un desbordante placer. De súbito mi hombre se despierta exaltado y me sorprende en seductora actitud. Percibo en su mirada que el deseo lo embarga y nuestros cuerpos son mojados con el néctar de la lujuria.
Sus manos varoniles me toman por la cintura y me estrechan con brusquedad contra su pecho. Al quedar tan juntos, nuestra respiración se torna agitada y los latidos se aceleran. Las bocas sedientas de pasión se buscan con desesperación, los labios se unen, las lenguas danzan en sus cavernas. Preámbulo enloquecedor que se asemeja a un interminable orgasmo, caricias por doquier nos mantienen en constante excitación.
En el remolino de la noche, perdemos la noción del tiempo. Seguimos en la tibia arena y las pieles en constante roce nos convierten en dos volcanes a punto de erupción. Me levanta en sus brazos y lleva al interior de la casa rodante. Los instintos de la carne quedan libres y los cuerpos esclavos del deseo, se amarán sin limitación alguna. Tendidos en la cama nos alumbra la luz de la luna a través de la claraboya y da un toque romántico a nuestra especial velada.
Sus manos me acarician y erizan mi piel, su boca mordisquea mis orejas, me besa por el cuello, los hombros, los senos, se prende de mis pezones que succiona y muerde con delicadeza. Su lengua prosigue delineando mi cuerpo palmo a palmo: besa mi ombligo, mis muslos, mis pantorrillas y se detiene luego de besar mis pies. Me mira fijamente y sonríe, está a la espera de súplicas que piden que continúe hasta mi enervado clítoris, que reclama ansioso su cuota de lascivia.
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